Erase una vez un fría noche de navidad en una pequeña localidad costera del norte de Irlanda. Desde la hogareña sala de estar, entre las frondosas cortinas que abrigaban la ventana, se veían flotar los copos de nieve en el aire frío, tan suave como planean las gaviotas en el viento caliente.
En el interior, un niño, de pié, delante de miles de millones de centenares de paquetes situados debajo de un arbol inmenso y reluciente.
Sus ojos no daban a basto con tanto color, la mayoría de los paquetes le ganaban superaban en tamaño al menos un par de cabezas. No sabía ni por donde empezar a abrir, ni sobre todo,a disfrutar. Al final con tanta cosa, empezaba con un juguete y en seguida se distraía con otro y acababa aburrido de todo. Ya nada le sorprendía.
Años después, en esa misma salita «hogareña», no había ni cortinas. Sin embargo, este año parecía que los copos caían más fuertes, más grandes y más fríos.
El árbol ya no reinaba en la casa, pero en su lugar había una bolsa grande. Era una bolsa de plástico de esas que se usan para la basura del hogar.
El niño corrió decidido a abrir su regalo de navidad. Lo cierto, es que no había tenido muchos últimamente. Iba a por su bolsa como quien va a coger las únicas pertenencias que le han dejado los piratas después del asalto. Como solo había uno, desató la bolsa con sumo cuidado, mirando en su interior como si escondiera secretos maravillosos de mundos de fantasía.
Ciertamente escondía unas pocas golosinas de colores, unos calcetines nuevos que bien le hacían falta y poco más. Instantáneamente, el niño se echó a llorar, cogió la bolsa, subió las escaleras corriendo, y en un rincón de la casa, se metió dentro de la bolsa. Quería esconderse de la realidad. No dejó de llorar en un buen rato y de tanto lloro y tanta pena, cayó rendido y frito dentro de la bolsa.
A la mañana siguiente, amaneció encima de su cama, pero dentro de la bolsa, como si fuera un saco de dormir. Lo siguiente que se escuchó fue al crío pegando saltos cual saltamontes por toda la casa, de un lado a otro metido en su saco. Le había hecho un par de agujeros a los lados para tener una especie de asas y agarrar bien la bolsa con cada mano. Ya no había ni rastro de las lagrimas del día anterior.
Dias después, tenían que ir a visitar a un buen amigo de su padre, que tenía la mejor tienda de zapatos de todo el pueblo. Los zapatos del niño estaban destrozados, y por supuesto no se podían permitir unos de ese nivel, pero…..
Continuará.