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Al niño no le gustaba nada ese señor, pero su padre le había repetido una y otra vez, que tenía que portarse bien y ser educado, porque les iba a «hacer precio». El niño no tenía ni idea de qué carajo significaba eso, pero había entendido que si no se portaba bien, tendría que ir todo el invierno con esos zapatos rotos con los que se le ponían los pies como cubitos de hielo y se moría de frío.

Ya tuvieron pelea en casa antes de salir, porque el niño se empeñó en llevarse su bolsa de plástico, de la cual no se había despegado en toda la semana. Le explicaron que a una zapatería de ese nivel, había que ir lo más elegante posible. Al final, se salió con la suya, bajo promesa de no sacar la bolsa hasta que salieran de la tienda.

Una vez allí, el niño vio algo que significaría el comienzo de muchas cosas que pasarían en el futuro.

¡Había una máquina para inflar unos globos que volaban! ¡Eso es magia! Se quedó anonadado e instantes después se le ocurrió la mejor idea del mes. Se portó lo mejor, mejor, mejor que sabía portarse del mundo mundial, rezando muy, muy fuerte para que le regalaran uno de esos globos voladores. Momentos más tarde, el niño salió de la tienda triunfante. No por sus zapatos nuevos, sino por su globo volador.

Al salir de la tienda ocurre la siguiente escena: El niño, se para, tira, tira y tira de la cuerda del globo para que baje y conseguir cogerlo. Se saca su bolsa del bolsillo, abre la bolsa y ¡tachan! Había metido el globo, dentro de la bolsa para crear una: ¡bolsa voladora! Sí, sí. Han oído bien, ¡Una bolsa voladora! ¡Él si que volaba, pero de felicidad!

A los pocos días, la bolsa empezó a volar más bajo, y cuanto más bajo volaba más preocupado estaba el niño. ¿Y qué iba a hacer ahora? Algo se le tenía que ocurrir…

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